viernes, 8 de febrero de 2008

Tarde de Toros


Don Severiano nos había pasado dos entradas de sombra para ver el mano a mano de Dominguín y Manolete y, aunque a mi hijo Ramiro no le gustaban los toros, pensé que de ésta seguro que lo aficionaba como me aficionó a mí mi padre. Desconocía la ganadería de los astados, pero dada la calidad del duelo a dirimir en la arena, estaba seguro de que no defraudarían.
Ramiro se resistió a venir a la plaza, decía no se qué de unos deberes, pero yo le dije que once años no son para ir con tantas obligaciones y que había que disfrutar. También insistió que tenía un partido de futbol y en que no quería ir y cuando ya dijo que los toros eran muy violentos… le solté un tortazo. No sé porqué lo hice, pero es que algo se me rompió dentro ¡Ojalá Dios me hubiera cortado la mano!
Me lo llevé por la fuerza y todo el camino llorando. Al llegar al quiosco del tío Fresneda le compré un “papelote” de esos del guerrero del antifaz, pero, aunque dejó de llorar, aún me miraba con los ojos húmedos suplicando que le dejara volver a casa.
Llegamos justos y no quedaban almohadillas. También regañé por eso a Ramiro. Pero no había tiempo que perder y nos sentamos en la cuarta bancada de sombra. Salieron la cuadrillas, hicieron la presentaciones y bien pronto estaba Dominguín presto a que el toque del clarín marcara la apertura del portón que ocultaba a su rival vacuno.
Y salió la fiera de nombre “Estirao”. Berrendo en negro, astifino y yo diría que algo bizco. Su cuerpo, más claro de lo acostumbrado, dejaba adivinar músculos portentosos. Las extremidades eran largas y las traseras especialmente fuertes. El bicho se paró al poco de salir y en lugar de embestir, levanto el cuello más de lo que nunca había visto levantarlo a otro toro, sin duda, de ahí venía el nombre de “Estirao”. El torero le tentó y la res parecía mansa, así que se acercó hasta casi tocarla y entonces ocurrió todo… y después nada.
Estirao se apartó del capote y se alejó del de él. Tomó carrerilla hacia el burladero que había más próximo a nosotros. El bicho parecía un tren sin control a punto de embestir las maderas, pero en el último instante levantó la cabeza como ningún otro toro podía hacer y le siguió todo el cuerpo. La plaza enmudeció mientras la musculosa bala sobrevolaba la barrera, traspasaba el callejón y se plantaba en las gradas. La sorprendida multitud empezó a huir despavorida, pero el bicho enganchó a un pobre tullido lanzándolo por los aires. Al tullido y a sus muletas, una de las cuales abrió de mala manera la cabeza de mi pobre hijo Ramiro.
¡Qué desgracia! ¡Qué mala estampa la mía!
¿Por qué dejarán que los tullidos vayan a las corridas?