viernes, 4 de enero de 2008

La Pesca


Y la noche, aún mestiza de las últimas sangres del día, viene a bañarse en las ahora grises aguas del mar. Alguien las llamó cobaltos por su llameante azul, pero en estos instantes de luz que agoniza, se hacen espesas como el mercurio y sólo tienen el color de las horas perdidas por un pescador que olvidó poner cebo a su anzuelo.
Su padre le dijo que la suerte era de los audaces, pero la valentía no es capaz de traspasar las puertas del ridículo cuando escucha, tras el malecón, dos niñas, apenas dos años más jóvenes que él, que se ríen de su despiste sin darle una oportunidad de demostrar su valía. Él es guapo y es grande, pero ellas son dos y sólo el sonrojo responde a su burla, no hay sitio para amores adolescentes.
El sedal se estira, pero escucha las risitas a su espalda y se gira con un “¿qué pasa?” despectivo. Y ellas, riendo, le explican su torpeza. Sin cebo no hay cena.
Recoge el arte encogido de hombros, avergonzado, pero... este ofrece demasiada resistencia.
“¡Vaya! Perderé otro anzuelo enrocado en estas aguas sin peces”. Piensa con desánimo. Pero el sedal, con esfuerzo, regresa poco a poco, y disimula porque aún será mayor la guasa si amanece con una bota enganchada en el anzuelo. Intenta esconder la tirantez, pero las mozas se percatan, saben demasiado y tienen muchas ganas de juerga.
Recoge el final y algo rojizo lucha en el agua que, cuando rompe la suavidad de la superficie con su chapoteo, se convierte en una hermosa langosta, enredada con los últimos palmos de sedal que quedan detrás del plomo.
Las risas ya no son de burla. Un anzuelo sin cebo ha pescado tres hermosas presas. Una le alimentará esa noche, las otras se quedan suspirando a la orilla del mar. Son muy jóvenes todavía… debe dejarlas crecer.